Desde que mi hija nació no dejo de agradecerle a la vida. No solo me envió a mi razón de ser, sino que también me regaló una nueva oportunidad de vivir conscientemente. Mi hija es definitivamente mi maestra de vida, todos los días le aprendo algo nuevo, pero lo mas maravilloso de todo es que son lecciones que enriquecen mi vida y alma tremendamente.
Conforme vamos creciendo vamos perdiendo la imaginación, la creatividad, la inocencia, la consciencia pura y en muchos casos también la capacidad de asombro… ingredientes precisos para la felicidad plena. Los niños suelen ser los seres más conscientes y por consecuencia, ¡los seres más felices! Disfrutan el aquí, con toda su atención en lo que están haciendo en ese momento. No pasa por su mente qué pasó o qué va a pasar, simplemente viven, disfrutan, experimentan y descubren.
Debo confesar que siempre he anhelado volver a mi niñez, por que recuerdo lo feliz y lo asombrada y maravillada que estaba con la vida. Con el tiempo, erróneamente fui dándole más importancia a otras cosas, como el “qué dirán”, si encajo en sociedad o no, si soy lo suficientemente alta o delgada, o si soy popular, el trabajo, sobresalir como profesionista, ser la mejor en todo, ¡bla bla blaaaaa! – Y fui olvidando lo que era disfrutar de un paisaje, verme al espejo y sentir el amor propio, disfrutar, reír a carcajadas, dejar que la lluvia me mojara la cabeza, maravillarme con una puesta de sol o simplemente seguir sonriéndole a la vida.
… Y entonces nace Bárbara, y entre tantas ocurrencias de ella y lecciones para mí, hay una que es mi favorita hasta hoy. Tenemos un espejo recargado en la pared que no hemos colgado aún por alguna razón (que ahora empiezo a descubrir cuál es) y hace algunos días, mientras organizaba unas cosas, la escuché que estaba hable y hable su “dialecto bebé” que tanto amo, y al asomarme la encuentro hablándole y sonriéndole a su reflejo en el espejo. Se sonreía a sí misma de tal manera que yo no necesitaba entender el “dialecto bebé” para darme cuenta de lo mucho que le asombraba verse y de lo feliz que se sentía con su propio reflejo. La lección llegó a mí como un rayo, y casi casi pude escuchar a mi consciencia decirme: “Ámate. Ama tu reflejo, ama tu cuerpo, ama tu ser. Sonríete, sonríele a tu vida, a quién eres.”
Ese día comprendí que nacemos con amor propio, que nos aceptamos y amamos tal como somos y nos sentimos tan a gusto en nuestro “templo” – nuestro cuerpo, que no necesitamos nada más. No es hasta que alguien más, una sociedad, nos empieza a decir como “tenemos” que ser… que empezamos con las dudas. No dudes de ti, de tus capacidades, de tu valor y tu belleza. Aprende de esas almas bellas que vinieron a enseñarnos lo que es el amor, la felicidad y la vida en plenitud… Aprende de tus hijos.